La Alhambra interpretada: entre la poscolonialidad y la descolonización del imaginario

DOI : 10.35562/iris.1764

p. 89-103

Résumés

La Alhambra, antiguo monumento islámico levantado entre los siglos xiii y xv en la ciudad andaluza de Granada para albergar a la corte real nazarí, ha sido privilegiado objeto de reflexión desde finales del siglo xviii para los orientalistas. Este artículo propone una lectura poscolonial y posmoderna consecuente de la Alhambra con el fin de superar precisamente el horizonte orientalista fijado de manera estereotípica sobre todo por los viajeros románticos. Para ello introduce al lector en qué significa el discurso poscolonial, y cómo la obra del arabista británico Robert Irwin, responde a esa lógica posmoderna. Se finaliza criticando la posición de éste por inconsecuentemente poscolonial al sostenerse en una jerarquía lingüística, donde la lengua inglesa tiene un lugar privilegiado, al haberse abandonado las fuentes del conocimiento locales simplemente por no expresarse en los circuitos académicos anglosajones.

L’Alhambra, ancien monument islamique édifié du xiiie au xve siècle dans la ville andalouse de Grenade pour héberger la cour royale nasride, a été un objet privilégié de réflexion pour les orientalistes dès la fin du xviiie siècle. Cet article propose une lecture postcoloniale et postmoderne radicale de l’Alhambra afin de dépasser précisément l’horizon orientaliste fixé de manière stéréotypée, en particulier par les voyageurs romantiques. Pour ce faire, il introduit le lecteur dans le processus de signification du discours postcolonial, et montre comment l’œuvre de l’arabisant britannique Robert Irwin répond à cette logique postmoderne. Il critique en conclusion la position de celui-ci, montrant l’inconséquence de ses positions postcoloniales (qui maintiennent une hiérarchie linguistique, où la langue anglaise occupe une position privilégiée) qui négligent les sources locales de connaissance, simplement parce qu’elles ne s’expriment pas à l’intérieur des cercles académiques anglo-saxons.

Plan

Texte

El imaginario que destila la Alhambra de Granada, el principal monumento de Andalucía, es un cruce de caminos entre las imágenes que proceden del romanticismo, clásicas en su orientalismo primigenio (González Alcantud, 2009), y aquellas que tienen una mayor actualidad, en especial las emanadas de la mirada poscolonial. En este artículo abordamos la perspectiva poscolonial para saber cómo la Alhambra se inserta en los debates intelectuales, y por ende imaginarios, de la posmodernidad. Para ello, nos es necesario delimitar el campo de nuestro análisis. Un territorio complicado que ha dado lugar a debates frecuentemente laberínticos y farragosos, sobre todo a la mirada europea (Amselle, 2008).

Excurso sobre la teoría poscolonial y sus insuficiencias

Hace aproximadamente veinticinco años se comenzó a emplear el término «poscolonial» en medios académicos de lengua inglesa. Las emergentes literaturas locales de aquella época, de países tan alejados como Australia, Kenia, Pakistán o Jamaica, comenzaron a autotitularse «poscoloniales». Todas ellas tenían en común que procedían de sociedades emancipadas del colonialismo británico, y que en cierta forma habían adoptado los modos del colonizador a través de la adopción del uso del inglés como lengua franca. Pero un asunto que comenzó sólo como una variante crítica o literaria, acabó trascendiendo los departamentos de literatura inglesa, donde había surgido, y se convirtió en una prolongación de la crítica cultural contraria al colonialismo.

En este punto, la oposición al colonialismo, se produjo la coincidencia con la crítica anticolonial, cuando no anticapitalista, emergida en los años sesenta en el ámbito de la francofonía, sobre todo en torno a procesos de independencia, como la guerra argelina, o la rebelión metropolitana del 68 parisino. Pronto los recién nacidos poscolonialistas encontraron asideros interpretativos en la obra del ideólogo de la revolución argelina Frantz Fanon, quien había sido un icono intelectual. Su obra ahora, desprovista de la dimensión más directamente política que hubiese supuesto un apoyo apologético a las virtudes del terror político, fue reestudiada como la aportación más lúcida a la anti psicología del colonialismo. Fanon, bien es sabido, creía que el sistema de dominación colonial no era una pura coerción política externa a los sujetos, ya que había conseguido insertarse en las conciencias de los dominados que vivían como propio el complejo de inferioridad cultural que el colonialismo propagaba para garantizar su dominación. Las conclusiones de Fanon, psiquiatra de profesión, procedían de las investigaciones que él mismo había llevado a cabo en Argelia, a través de las cuales había comprobado estadísticamente la relación entre enfermedad mental e inferioridad cultural de los autóctonos. Fanon sostenía, sin metáfora alguna, que el colonizado se liberaría de ese complejo cuando hiciese uso de la violencia anticolonial (Bouvier, 2010). Ahora, varios lustros después de haber sido formuladas, las teorías de Fanon son reinterpretadas por los poscoloniales como una suerte de metáfora de la dominación, desproveyéndolas de su dimensión violenta. Fanon fue retomado como icono para llevar a cabo un proyecto de deconstrucción política, pero sobre todo de recreación de las identidades de los márgenes, prescindiendo del régimen de historicidad en el que habían sido formuladas (Otto, 2003).

De otra parte, en los años ochenta y noventa la recepción de autores de la llamada French High Theory, muy señaladamente de Michel Foucault y de Jacques Derrida, en el sistema universitario norteamericano, tuvo una dimensión particularmente inflexiva en la crítica académica anglosajona. La crítica de fondo y forma iba dirigida contra el poder colonial e imperialista, asociado a los clásicos colonialismos británico y francés. Esta corriente crítica con el poder colonial fue encontrada dinámica y excitante al combinar «nuevas formas de análisis textual notable por su eclecticismo e interdisciplinariedad, combinando aportaciones del feminismo, filosofía, psicología, política, antropología y teoría literaria en provocativas y energéticas alternativas» (McLeod, 2000, p. 23).

El producto más acabado y conocido de la crítica poscolonial surgida a finales de los setenta contra el poder intelectual de Occidente fue precisamente una obra que vinculaba el colonialismo con la producción del discurso orientalista. Un orientalismo, evidentemente, que tuvo como objeto, entre otros, a la Alhambra, que aquí nos ocupa. Nos referimos lógicamente a la obra de Edward Said, Orientalism (Warraq, 2007). Ésta, publicada en 1978, conoció un éxito inmediato en medios intelectuales. De hecho, constituyó el auténtico arranque de los estudios poscoloniales. Said tomando de la epistemología de Michel Foucault la noción de «discurso», como una coherencia fundada en la voluntad de poder, que va más allá de la historia factual, encaró la producción intelectual francesa, y en menor medida británica, sobre el Oriente como la historia de una dominación consciente, cuya tentacularidad había penetrado todo el mundo colonizado. La obra de Said fue saludada con sumo gozo por intelectuales de izquierda huérfanos en la época de teoría analítica capaz de trascender los análisis foucaultianos sobre el poder, siempre centrados en Europa. Ahora el argumento de la dominación iba más lejos de Occidente y sus territorios y sujetos internos y se dirigía al Imperio colonial y quienes lo sufrían. Los críticos de la hipótesis de Said no se hicieron esperar. Antiguos orientalistas como Bernard Lewis, que se habían interesado en la ambigua relación entre Oriente y Occidente, que conocían in situ la problemática, y que no habían alcanzado el éxito público de Said, protestaron contra la simplificación argumental de éste, al someter un complejo fenómeno, de múltiples causalidades, a una misma razón argumental. También, desde diferentes ámbitos de especialización se lanzaron contraargumentos, que enfatizaban sobre todo que el fenómeno orientalista tenía dimensiones insospechadas de complicidad autóctona en la producción de un discurso que de lo contrario no hubiese sido posible de construir por la activa oposición de los indígenas. Incluso se argumentó que Oriente no era sólo el mundo islámico, que existían otros orientalismos, como el extremo oriental o el hebreo, que negaban de plano la tesis saidí. A estos argumentos nosotros mismos hemos añadido el argumento de las fronteras culturales, como al-Ándalus, ausentes del discurso de Said, seguramente para evitar que derrapase la congruencia dialéctica de su obra, al introducir factor de complejidad cultural (González Alcantud, 2006a). Faltaba finalmente en Said el estudio de la aportación norteamericana al orientalismo, asunto aún más extraño por cuanto este autor había vivido desde la adolescencia en Estados Unidos, y que estudió y ejerció la docencia en universidades bien dotadas de recursos archivísticos y bibliográficos como Princeton y Columbia, siempre en el área de influencia neoyorkina (González Alcantud, 2006b). Algunos analistas han acusado violentamente de impostura intelectual a Said, por estas y otras razones. Yo, por el contrario, creo que se ha dado excesiva relevancia a la teoría saidí, convirtiendo una teoría mediocre en la de un auténtico oráculo cultural. El problema no es el autor, sino la existencia de un público capaz de asumir una teoría maniquea y sin posibilidades dialógicas. Y esta equivocación científica no está en contradicción con su honestidad intelectual, actitud de la cual no cabe dudar (González Alcantud, 2011a).

¿Existe una alhambra poscolonial?

En buena lógica debería existir un discurso poscolonial que incluya a la Alhambra en su campo de reflexión, dada la alta significación que este monumento posee en el imaginario occidental —y también árabe— sobre el Oriente. En la práctica, sin embargo, nadie ha elaborado propiamente un discurso poscolonial sobre él. No ha habido un «saidismo» capaz de darle forma a la Alhambra poscolonial. Acaso desde el ámbito local, y por una suerte de reflejo diferido de otros discursos como el multiculturalismo canadiense-norteamericano, se ha hablado en los últimos quince años de una Alhambra multicultural, pero sin que el tema haya dado lugar a un debate intelectual profundo.

Por la debilidad de las lecturas multiculturalistas, que no han encontrado un sólido camino propio, y por la ausencia de discurso saidí sobre la Alhambra como constructo orientalista, siguen prevaleciendo las viejas interpretaciones estéticas de orígenes románticos que enaltecen los lugares comunes del «paraíso islámico». Todavía podemos leer en vísperas del siglo xxi en un librito publicado en Nueva York y destinado al gran público, bajo el inequívoco título de A Moorish Paradise, que en la Alhambra se «han mezclado mito e historia para enriquecer la belleza y fascinación por esta obra maestra que corona Granada» (Van Zuylen, 1999). Las obras que hacen uso del estetismo alhambrino son, la mayor parte de las veces, libros sin mayor trascendencia con textos breves y fotos espléndidas que abordan el asunto desde el lado «mágico».

Otros libros más enjundiosos han querido explotar la condición «simbólica», y por ende mistérica del monumento, pero explotando los mismos recursos que apelan a la sentimentalidad. En esa línea, en el mundo anglosajón cabe destacar el libro de Michael Jacobs, que exploró la parte «salomónica» de los palacios nazaríes. Se basa el autor en textos históricos como el de Frederick P. Bargebuhr The Alhambra. A Cycle of Studies on the Eleventh Century in Moorish Spain (Berlín, 1968), en el que ese investigador quiso restituir al público culto el misterio de una Alhambra judío-zirí ya en el siglo xi, preexistente a la que conocemos, y cuyos únicos restos supervivientes serían las esculturas zoomorfos de la fuente de los Leones. De esa condición mistérica, y de la proyección subsiguiente del templo de Salomón en la historia falsaria del Sacromonte (González Alcantud, 2008b), podría inferirse una corriente subterránea de síntesis o sincretismo cultural perdurable, cuyas claves simbólicas habría que aprender a leer. Jacobs, después de comparar el salón del trono de la Torre de Comares con el trono de Salomón o el de Cosroes, hace prevalecer la idea mistérica de lo «salomónico» como hilo conductor de la Alhambra: «Cargado de significaciones múltiples que se ofrecen a la investigación, este palacio árabe conjuga, en una síntesis coherente, la herencia científica y técnica de la Antigüedad, las creencias en los astros y el horóscopo, la mística arabo-persa y la simbólica judía» (Jacobs, 2000, p. 190). La síntesis de culturas, bajo el manto de la tradición hermética, adquiere así un encantamiento nuevo, que va a intentar seducir a los modernos con sus claves mistéricas, y con sus mensajes de valor universal. La sospecha de la presencia hebrea en todo ello ha cobrado fuerza, dando alas a una interpretación cercana a la new age. Agraciadamente, en mi opinión, esa corriente no ha tenido mucho éxito, evitándonos el surgimiento de un centro para-cultual al que acudan legiones de creyentes en la nueva espiritualidad (González Alcantud, 2008a).

Si una virtud tuvo la obra de Oleg Grabar (1978) sobre la Alhambra, aparecida hace treinta años, fue agitar las aguas de la autocomplacencia, sacando al monumento de su feliz soliloquio, para hacerlo entrar en diálogo con lo externo, fuese con la arquitectura y decoración de las madrazas de Fez, o con otras construcciones palaciegas persas o sirias. Y de esa comparación surgió la pregunta por los usos de la Alhambra, que previamente estaban tan anclados a romos estudios empíricos. Y se constató una vez más, lo poco que se sabía de los palacios nazaríes, y lo escasamente documentados que se encontraba el monumento, incluso en comparación con otros conjuntos islámicos más antiguos como Medina Zahara. El proceso reflexivo innovador comenzado por Grabar se agotó en su propia obra, sin continuidad evidente.

En definitiva, no existe una Alhambra poscolonial en la medida en que ni Said, ni ninguno de los mentores de los Postcolonial Studies, han manifestado intereses propiamente estético-constructivos, y han orientado su discurso hacia la crítica de las ideas de procedencia literaria. Igualmente hay que tener presente que una buena parte de los principales intelectuales del grupo proceden de la India, e incluso alguno de ellos —pienso en Bhabha— de grupos hindúes enfrentados tradicionalmente con el islam. El único que podía haber sido sensible a este discurso, Said, no introdujo en su obra el factor andalusí. Y ello es más extraño aún, por cuanto tuvo muy cerca la obra de Américo Castro, cuando él mismo estaba en Princeton, ya que Castro había sido profesor en esta universidad. Las disculpas que pidió por esta dejación en el prólogo a la segunda edición castellana de su Orientalismo, no hacen más que evidenciar este grosero fallo, que pareció no estar dispuesto a tapar. Pero lo que tiene más trascendencia es que no puede existir una Alhambra poscolonial porque ésta no puede ser vindicada como lugar una identidad étnica subalterna, una de las claves epistémicas de la teoría poscolonial. Para que esto fuese posible la Alhambra tendría que ser homogéneamente «étnica», es decir árabe, y no mudéjar, y por ende «mezclada», como cada día se constata más. En función de esta tendencia interpretativa mudejarista la Alhambra propende más hacia el posmodernismo, corriente interpretativa que enfatiza la relatividad sobre las identidades.

The Alhambra, de Robert Irwin, o la posmodernidad frente al poscolonialismo

No somos, lógicamente, los primeros en señalar la conexión entre teoría poscolonial y vindicación de las identidades étnicas. «El deseo poscolonial —se ha escrito— es el deseo de identidad de las comunidades descolonizadas… Obviamente esto está grandemente conectado con el nacionalismo» (During, 2002, p. 125). Un nacionalismo limitado por la cuestión de la lengua literaria o «culta» supranacional en que se escribe. Esto último tiene la mayor importancia para las élites. Mientras el posmodernismo con su relativismo antiesencialista entiende la alteridad como el reconocimiento de la pluralidad individual y secundariamente cultural, el poscolonialismo enfatiza los derechos colectivos, identitarios, tanto en forma de multiculturalismo como de naciones nuevas. Por esta razón se ha dicho que desde el punto de vista de la lógica el posmodernismo es posterior al poscolonialismo, si bien algunos autores quisieran que el segundo evolucionase, sobre todo en el ámbito de la escritura, hacia el primero (Appiah, 2002). Pero a la vez el posmodernismo es pasadista, se recrea en los fragmentos del tiempo que han sobrevivido al naufragio de la historicidad, al contrario del poscolonialismo, donde hay voluntad futurista de poder. Lo sostuvo en relación con la Alhambra un Grabar al que abusivamente podríamos catalogar de «pre» posmodernista: «La Alhambra ilustra de hecho una vuelta ideológica al pasado, y posee algo de la atmósfera artificial y del deliberado detallismo característicos de las vueltas al pasado» (Grabar, 1978, p. 207). Quizás en esta oposición entre poscolonialismo y posmodernismo es dónde podemos encontrar la clave interpretativa de la obra The Alhambra, de Robert Irwin, de la que ahora nos vamos a ocupar.

En el año 2004 apareció un libro que podemos considerar inflexivo en la presentación y representación modernas de la Alhambra ante el mundo anglosajón: The Alhambra, de Robert Irwin. En Estados Unidos lo editó Harvard UP, en una colección de alta divulgación extremadamente cuidada en todos los detalles y pensada para el viajero culto.

Robert Irwin es británico, y es un perito conocedor del mundo árabe al cual ha dedicado estudios sobre las Mil y una noches y el orientalismo entre otros temas. En su acercamiento sobre las Mil y una noches, por ejemplo, ha privilegiado el análisis intratextual sobre la significación política de un texto tan singular como ése, señalando que en el mismo late una crítica enmascarada y paradójica al despotismo (Irwin, 2007, p. 108). Entiende que es una narración preñada de ambigüedades que hay que saber interpretar en toda su plurisignificación.

Además, Irwin es autor dotado de cualidades literarias, como demuestra su dedicación a la novela de intriga. En estas novelas el telón de fondo es el mundo árabe. Sin ir más lejos, en The Mysteries of Algeriers, publicada en 1988, el argumento gira en torno a un oficial del espionaje francés que, habiendo desertado se ha enrolado en la legión extranjera y desea conocer la mentalidad del enemigo; se trata de una indagación en la sordidez del alma humana (Irwin, 1988). En la probablemente más conocida de sus obras literarias, The Arabian Nigthmare, nos transmite también un ambiente de insomnio y atmósfera pesada. Describe la enfermedad, la «pesadilla arábiga», que afecta al protagonista de la siguiente manera: «La pesadilla arábiga es obscena y terrible, monótona y también horrorosa. Llega a sus víctimas cada noche y una de sus propiedades es que nunca se recuerda por la mañana. Consiste en experimentar un dolor infinito sin ser consciente de que está ocurriendo» (Irwin, 2008, p. 38).

Sus posiciones sobre el mundo árabe acaso pudieran ser conceptuadas ideológicamente como existenciales, por no llamarlas existencialistas. En cuanto al affaire Said, Irwin ha demostrado cierta antipatía por las tesis de este autor (Irwin, 2006). También lo hace, cierto, contra posmodernos oficiales como Jean Baudrillard. A pesar de ello, y aún a riesgo de abusar de los encasillamientos, yo prefiero llamar a Irwin «posmoderno» en la medida en que comparte ciertas características de este movimiento, sobre todo el aspecto deconstructivo de los análisis desplegados.

Cuando comencé a leer las primeras páginas del libro de Robert Irwin me sentí indignado. Desde la primera línea los clichés románticos abundaban sin pudor: «The Alhambra is Spain’s best-kept secret»; «was the seat of the magnificent Nasrid caliphs»; «it was in the neighbouring Garden of the Sultana that lustrously Zorayda met her trysting Abencerrage lover»; o «the Duke of Wellington chased out the chickens, beggars and gypsies and made his home in the Alhambra». Al llegar a este último punto la duda comenzó a invadirme: no era posible esgrimir tanto estereotipo junto en estos tiempos. Efectivamente así era. El autor, con un sentido del humor y de la ironía basado en el equívoco nos había hecho leer de entrada un largo trozo del libro de un supuesto viajero que recoge toda la imaginería romántica con sus clichés. Y no nos había advertido de que se trataba de una larga cita. Todo para hacernos ver que «la historia de la Alhambra lamentablemente está mucho menos clara, debiendo no poco a las fantasías». Y acto seguido, el autor se pone en una posición que no abandonará nunca a lo largo del texto: el deconstruccionismo. Éste, bueno será recordarlo, es compartido tanto por el poscolonialismo como el posmodernismo. Pero prevalece más por la segunda corriente interpretativa que por la primera, justo es reconocerlo.

El primer punto de partida de Irwin se apoya en la idea común de que la restauración de la Alhambra «siguió a su descubrimiento por viajeros románticos y escritores», Después de hacer una mención al libro en clave humorística del antropólogo Nigel Barley, El antropólogo inocente, que embroma el trabajo de campo de los antropólogos, comienza su recorrido deconstructor empleando un lenguaje más clásico: «Algunos libros se refieren a la Sala de los Mocárabes como el Harén. Es su fantasía». No queriendo suplantar nuestra intelección con nuevas teorías, y dejando una gran laguna, difícil de cubrir en nuestro conocimiento, afirma tajantemente una opinión que no lo abandonará en todo su recorrido:

La verdad esencial sobre el conjunto de edificios dentro de la Alhambra es que consisten en dos grupos de apartamentos, el uno centrado alrededor del patio de los Arrayanes y en otro en torno al de los Leones, pero no conocemos con seguridad cómo llamaban los árabes medievales a cada grupo de apartamentos que usaban o habitaban. (Irwin, 2004, p. 9)

Es decir hemos vuelto adonde dejara Grabar su libro. Como conocedor del árabe da cuenta de la falta de significado de algunas designaciones toponímicas y de la probable corrupción de muchas de ellas. Cuando aborda el espinoso e inevitable asunto del palacio de los Leones trae a la palestra el debate iniciado por Grabar sobre el significado de sus espacios, para afirmarse en que éste no sería exactamente un palacio. Ardua labor deconstructiva que continúa en la sala de los Abencerrajes, lugar específicamente marcado por la leyenda de la muerte trágica de aquellos caballeros nazaríes. Irwin prefiere centrarse en los mocárabes de esta sala y en los de las Dos Hermanas, que parcialmente restaurados tras la explosión de 1590, conformarían una de las visiones orientales de la Alhambra más persistentes en el imaginario británico. Finalmente, resume todos sus argumentos sobre la función de los mocárabes o muqarnas, afirmando que éstos no sólo tenían una función estética sino igualmente acústica, dado en que en estas salas en el pasado nazarí se habrían dado recitales coránicos, conciertos y veladas (Irwin, 2004, p. 55).

La pregunta «grabardiana» sobre si el palacio de los Leones es un verdadero palacio refluye en otros momentos en el libro de Irwin. No pasa por alto el estudio de Ruiz Souza (2001), en el que se sostiene convincentemente que en última instancia este conjunto, este «cloister», como lo llamó Richard Ford, no es otra cosa que una zawiya sufí. La vinculación con la madrazas de Fez y de Salé, donde la influencia andalusí era cierta, sobre todo en el trabajo decorativo de las muqarnas, es un hecho probado. Irwin participa de la hipótesis de Souza, y sostiene que el patio de los Leones es una madraza, con la sala de los Abencerrajes como oratorio; hipótesis reforzada por las inscripciones coránicas, y la subsiguiente ausencia de los poemas de temática secular de Ibn Zamrak presentes en el resto del palacio. Termina Irwin el capítulo recordando que «la Alhambra fue un lugar dibujado por poetas y habitado por sabios», pero que «muchos de estos poetas y sabios tuvieron trágicos fines», y que en particular los visires y poetas Ibn al-Jatib e Ibn-Zamrak «no encontraron el paraíso en este mundo», por lo que en su opinión «es tiempo ahora de considerar con mayor detalle los frutos visuales de sus sabias deliberaciones y místicas meditaciones» (Irwin, 2004, p. 97).

Repite nuestro autor con sentido deconstructivo que, «la Alhambra no es un monumento que está congelado en el tiempo; es constantemente construido y reconstruido» (Irwin, 2004, p. 30). En este sentido, en lo tocante a las restauraciones contemporáneas, Irwin toma sus distancias con Torres Balbás, el arquitecto que introdujo en los años treinta la restauración racionalista, al considerar que tomó decisiones erróneas al sustituir en algunos lugares pilares por columnas, como en la galería del pórtico de Comares. Por supuesto que ataca sin misericordia lo que ya es un lugar común de la crítica alhambrista: los trabajos de restauración a lo Viollet-le-Duc, de los Contreras, y en especial de Rafael. Recuerda asimismo cómo los jardines y patios han sufrido cambios sustanciales en su diseño, y trae a colación el caso célebre de los naranjos del patio de los Leones. Saluda las resistencias del Patronato por no recuperar el primitivo jardín del patio de los Leones, basándose en el criterio conservacionista de que esta recuperación afectaría inevitablemente a los cimientos de los edificios. Recuerda, asimismo Irwin, que los juegos de agua del Generalife asociados imaginariamente a los moros serían una contribución a la jardinería del lugar de los Reyes Católicos. También en lo concerniente a la jardinería trae a colación que los restos del antiguo sistema hidráulico del Patio de la Acequia, descubiertos en 1958, fueron destruidos por los conservadores siguiendo equívocos criterios de restauración. Cuando llega a la problemática sala de los baños comenta que los cambios habidos en la misma proceden ya de la lejana época de Carlos V, tiempo en el que este rey habría introducido el baño por inmersión en la sala caldarium y para que no cupiese duda había puesto su lema «plus ultra» por todos lados, mientras que Contreras había removido los emblemas carolinos por considerarlos inadecuados para un lugar asociado al placer islámico. Reconstrucción sobre reconstrucción, y rectificaciones sobre rectificaciones: ésta sería la historia material de la Alhambra. Todo un palimpsesto.

Dejando a un lado filología, arqueología y conservaciones, Robert Irwin introduce en su relato aspectos menos conocidos de la Alhambra tales como su empleo ocasional como decorado cinematográfico. En este orden trae a la palestra que la Alhambra ha servido de fuente de inspiración cierta para películas como «Los siete viajes de Simbad» (1958) o «El viaje dorado de Simbad» (1974). En ellas la Alhambra, hiperorientalizada, acaba encarnando la corte bagdadí de Harún ar-Rachib. Señala igualmente algo que ya comienza ser de dominio público: que los conquistadores cristianos estaban familiarizados con «the Moorish way of life», y que ello contribuyó trascendentemente a la conservación del monumento. Irwin va llevando al lector medio, no al especialista, aunque a éste también le sugiere arriesgadas reflexiones, por el camino de la analogía recurrente sin pararse en el en-sí monumental.

Un aspecto interesante en el recorrido de Irwin es que destaca la «nocturnidad» del monumento, que según él parece haber sido diseñado para albergar luces y sombras de días de luna llena. No obstante, como expresión de una constante a lo largo del libro, da un toque de diurna modernidad al traer a colación la influencia alhambrina en el trabajo del teórico de la modernidad arquitectónica Le Corbusier, influencia prolongada en los arquitectos que llevaron a cabo el «Manifiesto de la Alhambra». En la mirada de Irwin está presente la idea de «fantasmática», que dirían los psicoanalistas, la cual yo mismo he empleado con frecuencia con referencia a las representaciones del mundo islámico (González Alcantud, 2007): «It is one thing to summon up in one’s imagination the princes, courtiers and sentries of past centuries; it is another to conjure up the ghosts of buildings» (Irwin, 2004, p. 59). No otra cosa que una edificación poblada de fantasmas culturales sería la Alhambra.

Al capítulo segundo le llama «Poisoned Paradise», paraíso envenenado. Irwin hace alusión directa al tema de la muerte violenta de los emires nazaríes víctimas de conspiraciones en la Alhambra. Sin embargo, los investigadores autóctonos habían tratado asimismo de este punto de vista. Por ejemplo, cuando se hace alusión al asesinato más célebre y mítico, el de los Abencerrajes no puede eludirse el trabajo capital sobre este asunto de Soledad Carrasco Urgoiti, publicado en los años sesenta en lengua inglesa (Carrasco Urgoiti, 2005). Continúa Irwin extendiendo los argumentos del «paraíso envenenado» a los visires, y en particular a Ibn al-Jatib, incriminado en una cadena de vendettas que lo llevaron al exilio en el Fez meriní. Vida y obra sobre la que se detiene durante algunas páginas, haciendo ver el carácter herético, a los ojos de la ortodoxia islámica, de Ibn al-Jatib.

Irwin se hace la pregunta, en orden a las fuentes de inspiración de la Alhambra, de la probable herencia hebrea presente en los palacios nazaríes. Las tesis de Bargebuhr, seguidas por Jacobs, favorables a esta presencia, las retoma, pero con la misma prudencia con la cual lo había hecho Oleg Grabar anteriormente. De hecho, en un texto relevante, sobre el arte islámico en sus diferentes contextos, Irwin trata de «The Mysterious Universe» de este arte, pero de una manera más fría y menos pasional que la proporcionada por Jacobs (Irwin, 1997, pp. 193-211). Aunque reconoce que «la Alhambra fue diseñada por y para intelectuales con inclinaciones místicas», de ahí que su presencia sea la de un «palacio para pensar en él», y en el que lo hebreo tiene su lugar (Irwin, 2004, p. 99), pasa de puntillas, por encima de los aspectos mistéricos de la Alhambra. Ello no es óbice para que destaque el importante papel que en su constitución tuvo que jugar la música, y como en la búsqueda de la armonía, las proporciones, materializadas en muqarnas, serían el núcleo central del pensamiento alhambresco. En ellas se habría empleado inteligentemente el filtrado de la luz solar, con el fin de lograr los efectos deseados entre la caligrafía y las muqarnas mismas. Destaca, cual signo de modernidad, cómo esto había impactado a M. C. Escher en sus visitas de 1926 y 1936 al monumento.

Una segunda parte del libro tiene que ver, a nuestro juicio con el descubrimiento romántico y posromántico de la Alhambra, con su cúmulo de mistificaciones. Aquí tiene materia deconstructiva, nuestro Irwin. Comenzando por el romántico Washington Irving, verdadero inventor literario del monumento, el cual conceptúa de dos maneras: como fascinado por el trabajo de Ginés Pérez de Hita, y como ingrato hacia los españoles que habían sido tan generosos y hospitalarios con él al otorgarle el privilegio de alojarse en la Alhambra, mientras los tacha de ignorantes y crueles. A continuación aborda el tema que le es más familiar: «The British Alhambra», comenzando por Richard Ford, y continuando con los viajeros-pintores Lewis, Roberts, hasta llegar a Owen Jones, cuyo trabajo califica de insuperable. Incluso llega a aseverar que si la Alhambra sufriese un accidente que la hiciese desaparecer la fuente más cierta para su reconstrucción seguirían siendo aún hoy las cromolitografías del libro de Jones. Y como arguye Irwin, si bien el trabajo de Owen no fue un éxito comercial, ejerció una gran influencia en la moda alhambrista británica, comenzando por la Gran Exposición de 1851, de la que el autor fue nombrado superintendente de trabajos (Irwin, 2004, pp. 152-153).

Irwin afirma taxativamente que, «el “descubrimiento” de la Alhambra ha sido primeramente un trabajo de Washington Irving y de los británicos» (Irwin, 2004, p. 164). Aunque añade displicentemente que «sin embargo, los franceses tuvieron su propio culto de la Alhambra, que estuvo menos comprometido con los detalles de la arquitectura, aunque fue más literario». Ahí, retoma a los viajeros clásicos desde Chateaubriand a Gautier, pasando por Girault de Prangey. Luego se detiene en la pintura del orientalista Henri de Regnault, para enfatizar a la vista de su cuadro «Ejecución sumaria bajo los reyes moros de Granada», el carácter fantasioso, poco fiel a la realidad, y dado a los excesos del orientalismo francés. Aprovecha esta incursión para lanzar un dardo a Said y su concepción maniquea del orientalismo, señalando que el primer orientalismo fue el más próximo, y no el más lejano, con lo que la Alhambra se sitúa en primer término como fuente de inspiración. Ausencia más destacable aún en Said, que descalificaría su teoría sobre el orientalismo. Por eso la pregunta subsiguiente de Irwin es: «¿España, el oriente medio en el oeste?» (Irwin, 2004, p. 175). Nos lleva de esta manera, someramente, al debate sobre lo oriental existente en la misma España del siglo xix y primera mitad del xx, invocando a figuras como García Gómez o García Lorca. Incluso para tomar una perspectiva de modernidad alude al impacto que la Alhambra ha tenido en los poetas árabes.

Pero, Robert Irwin había comenzado el capítulo de los viajeros con una cita de Mario Praz, sacada de su España pentagonal, en la que rechaza el alhambrismo. Es decir, que trae a colación no sólo a quienes quedaron admirados por la Alhambra sino igualmente a quienes la rechazaron. Empieza recordando la reacción de John Ruskin, quien consideraba que los árabes poseían un espíritu fantástico «pero con genio exhausto». Y añade que en su decadencia los árabes elaboraron este arte ornamental, que había encontrado acogida entre el mundo inglés de mitad del xix, malhadado igualmente por la sensación de decadencia (Irwin, 2004, p. 161). De ahí salta a otro intelectual británico, más contemporáneo, que rechazó asimismo la Alhambra: Gerald Brenan. A este último lo presenta interesado más bien en las montañas que asomaban por detrás de la Alhambra, al considerar al conjunto nazarí un «sheer Earl’s Court», un puro palacio de las perlas, enfatizando su orientalismo de pacotilla.

Para finalizar, Robert Irwin critica, como no podía ser menos, en su discurso deconstructivo, y dada la trayectoria de sus anteriores libros, la cultura de masas que rodea al monumento nazarí, que lo lleva a él en particular a sentirse molesto con la afluencia turística que acuden con su audio guía. Incluso acusa veladamente al Patronato de su época de hacer una política que, según él «seems more concerned with catering to the needs and expectations of tourists» (Irwin, 2004, p. 66). Hasta aquí lo que dice el autor que hemos escogido para desvelar la Alhambra contemporánea.

Jerarquía del conocimiento, lengua e imaginario

Podríamos aplicar al discurso de Irwin la siguiente demanda poscolonial: ¿en qué lengua escribimos? El debate sobre esta cuestión surgió sobre todo en la India, donde el sánscrito, el hindú o el urdu fueron arrinconados en el período colonial británico, instituyéndose el inglés como la lengua comunicacional ordinaria. Para sus defensores, el inglés no tenía las connotaciones extremadamente jerárquicas de las lenguas autóctonas, afectadas directa o indirectamente por el sistema de castas. Sin embargo, a nuestros ojos el inglés ha establecido una nueva jerarquía, en este caso internacional, en la que hasta hace poco en que el americano se ha impuesto, el british english constituía la cúspide (Kachru, 2002). El debate poscolonial mismo se ha producido en inglés, y prácticamente no ha afectado en nada al mundo francófono ni hispanófono, al que probablemente por ésta, y otras razones ha arribado muy tarde. No obstante, el poscolonialismo da por supuesto que el inglés es la lengua de comunicación, pero se quiere hacer una variante de ella, como lengua de poder, «democratizándola», al introducir las maneras de pensar autóctonas, e incluso haciéndola evolucionar intencionalmente hacia dialectos híbridos que violenten la estructura sintáctica y gramatical del inglés británico (McLeod, 2000, p. 38). Ello, se piensa, hará identificarse a los antiguos colonizados con un instrumento de comunicación internacional, criollizado en cierta forma. El uso que los nuevos escritores hagan de esos mundos en un inglés «corrompido» dará legitimidad a la nuevas formas de expresión, contribuyendo a la descolonización del imaginario. Todo ello resulta altamente ingenuo, dado que el nuevo centro de poder académico, del imperialismo —no sé si poscontemporáneo—, radicado en las universidades estadounidenses, está interesado sobremanera en esa dimensión del discurso. De hecho la posición retórica oficial norteamericana, desde los inicios de la república independiente, fue anticolonialista, para oponerse tanto al viejo colonialismo español como al inglés. Podríamos afirmar que el imperialismo norteamericano ha sido mucho más sutil y ha desarrollado sus propios medios de penetración. Estos coinciden en la retórica política con los del multiculturalismo y el poscolonialismo.

Resultan, por tanto, ingenuas, las aseveraciones de algunos latinoamericanos, que apropiándose de la idea poscolonial y haciéndola suya, afirman que «se entiende la necesidad para la teoría poscolonial de provocar una subversión en los cánones del pensamiento occidental, y justamente allí donde este conocimiento es producido, codificado y legitimado: en los centros académicos de los países hegemónicos al interior del sistema-mundo» (Castro-Gómez et al., 1999, p. 10). Ingenuidad que ha llevado a otros analistas, igualmente latinoamericanos a alzar sus protestas contra las críticas, según ellos exclusivamente eurocentristas e interesadas, al poscolonialismo.

En el fondo, lo que late tras el fenómeno poscolonial, al cual se han querido buscar forzadas perspectivas latinoamericanas, es que ésta es una retórica académica sin praxis. Esta es la gran diferencia con la teoría revolucionaria de Fanon, la cual tenía una marcada inclinación hacia la acción. El poscolonialismo enquistado en el único medio que conoce, la literatura, es un híbrido, como sus propios practicantes reconocen, un «in-between», una interfaz, en el que sus autores forman parte de las elites indígenas, y buscan ganarse un lugar bajo el sol de la supremacía académico-cultural estadounidense.

En este sentido, lo poscolonial y lo posmoderno compartirían el ser dos estrategias de oscurecimiento de la realidad neocapitalista: «Brevemente, las aproximaciones poscolonial y posmoderna se cruzan en lo concerniente con la marginalidad, ambigua desintegración de los binarios, y parodia de todas las cosas, multicolor, dualidad, simulación, préstamo, y segunda mano» (Boehmer, 1995, p. 244). La Alhambra está situada en una frontera cultural. Dado que el debate poscolonial ha excluido el problema de las fronteras culturales, a sus practicantes les hubiera costado muchos juegos de equilibrios intentar incluirla entre los lugares para ser reflexionados desde el poscolonialismo.

El libro de Robert Irwin es inteligente, recoge y sintetiza trabajos previos y hace uso de sus amplios conocimientos sobre el mundo árabe. Evita, como no podría ser menos, caer en las manos de la epistemología maniquea de Said, que por otra parte nunca se hubiese adecuado bien a la Alhambra, dada la condición de melting pot de la cultura material y de las mentalidades que genera este monumento. Pero Irwin no encara el último argumento para ser verdaderamente poscolonial que es reconocer las aportaciones del pensamiento autóctono al desvelamiento del monumento. Prefiere seguir la senda y orden dado en el mundo anglosajón de no reconocer nada que no esté a su alcance. Por ello socava uno de los principios básicos del poscolonialismo cual sería la expansión del conocimiento antietnocentrista, que aquí fácilmente se colige en una suerte de oxímoron es anglocentrista. Y ello a pesar de que como sostuvo Fr. Jameson hace cinco lustros, cuando el posmodernismo apuntaba, «la posliteratura del mundo tardocapitalista no refleja únicamente la ausencia de un gran proyecto colectivo, sino también la cabal inexistencia de la vieja lengua nacional» (Jameson, 1995, p. 43).

Si algo tienen claro los autores del lenguaje anticolonial es que todo puede ser expresado, incluso lo poscolonial, siempre que sea pensado y dicho en la vieja lengua metropolitana aunque violentada por el criollismo. Y todas estas piruetas se han hecho con tal de no perder el control sobre el discurso. Es una ley de mínimos en el terreno intelectual, que está dando sus réditos, como el neoliberalismo económico. Si hiciésemos caso al sentido común, cuyas características, reivindicadas por el antropólogo C. Geerzt serían naturalidad, practicidad, transparencia, asistematicidad y accesibilidad (Geertz, 1994, p. 107), aquél nos dicta que nos hallamos bajo un sistema de colonización cultural, y no digamos económico, cuyo vehículo de extensión es el pensamiento en la lengua dominante. No hay lengua neutra, y ésta no lo es. El punto de vista local equilibra estas posiciones, como hemos procurado hacer realizando en los últimos años la historia oral de la Alhambra (González Alcantud, 2011b), al igual que promoviendo la mirada comparativa (González Alcantud, 2013). Sólo así se puede transformar el imaginario alhambrino, pasando eficazmente de la esclerotizada mirada romántica, al gusto de los turistas, a la de la descolonización del imaginario, un término más adecuado a las realidades actuales que el de poscolonialidad.

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Citer cet article

Référence papier

José Antonio González Alcantud, « La Alhambra interpretada: entre la poscolonialidad y la descolonización del imaginario », IRIS, 35 | 2014, 89-103.

Référence électronique

José Antonio González Alcantud, « La Alhambra interpretada: entre la poscolonialidad y la descolonización del imaginario », IRIS [En ligne], 35 | 2014, mis en ligne le 31 janvier 2021, consulté le 28 mars 2024. URL : https://publications-prairial.fr/iris/index.php?id=1764

Auteur

José Antonio González Alcantud

Universidad de Granada, España

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