La doble vida de una traductora palestina: un puente entre las heridas y las palabras

DOI : 10.35562/encounters-in-translation.1471

Traduit de :
The double life of a Palestinian translator: A bridge between wounds and words
Autre(s) traduction(s) de cet article :
Das Doppelleben eines palästinensischen Übersetzers: Eine Brücke zwischen Wunden und Worten
Het dubbelleven van een Palestijnse vertaler: Een brug tussen wonden en woorden
Η διπλή ζωή μίας μεταφράστριας από την Παλαιστίνη: μια γέφυρα ανάμεσα στις πληγές και τις λέξεις
زندگی دوگانۀ مترجم فلسطینی: پلی میان زخم‌ها و کلمات
La doppia vita di una traduttrice palestinese: un ponte tra ferite e parole
팔레스타인 번역가의 이중적 삶: 상처와 언어를 잇는 다리
La double vie d’une traductrice palestinienne : un pont entre les blessures et les mots
巴勒斯坦译者的夹缝人生:架起一座创痛与文字之间的桥
החיים הכפולים של המתרגם הפלסטיני:גשר בין הפצע למילה
ژیانی دوو لایەنەی وەرگێڕێکی فەڵەستینی: پردێک لە نێوان برینەکان و وشەکان
En palestinsk oversetters dobbeltliv: Ei bro mellom sår og ord
Viața dublă a traducătorului palestinian: o punte între răni și cuvinte
Двойная жизнь палестинского переводчика: мост между болью и словом
الحياة المزدوجة للمترجم الفلسطيني: جسرٌ بين الجرح والكلمة
ایک فلسطینی مترجم کی دوہری زندگی: زخموں اور لفظوں کے درمیان ایک پل

Este ensayo entiende la actividad de traducir en Gaza como una manera de dar testimonio de un mundo que desaparece, donde el lenguaje mismo se convierte, a un tiempo, en una forma de supervivencia y en un territorio de lucha. Ante el progresivo borrado de ese mundo, quien traduce en Palestina ocupa un espacio liminal que hace de puente entre la inmediatez del dolor experimentado en árabe y las distantes y a menudo asépticas estructuras de otro idioma que nunca se diseñó para soportar tal devastación. El texto reflexiona sobre la carga ética que trae consigo traducir historias nacidas entre los escombros, testimonios conformados en medio de ataques aéreos, entre el recuerdo y la amenaza del silencio. Cada palabra debe atravesar un espacio marcado por el poder, el eufemismo y la indiferencia, lo que obliga a quien traduce a desplazarse sobre la delgada línea que existe entre suavizar el dolor en aras de su legibilidad y preservar su urgencia en un lenguaje que tiende a neutralizar el sufrimiento. Anclado en la experiencia palestina, el ensayo sostiene que la traducción ha dejado de ser una tarea meramente lingüística para convertirse en una actividad política y moral que se niega a pasar desapercibida, que se resiste a la domesticación y que abre un espacio para unas voces que acaso no lleguen a sobrevivir más allá de esas frases. Al traducir a Palestina, la persona que traduce no solo se esfuerza por transmitir significado sino por preservar la vida, la agencia y la memoria en un mundo que muchas veces se decanta por el borrado y por la desaparición, en vez de ofrecer cuidado y atención.

This essay examines the act of translation from Gaza as a form of bearing witness to a disappearing world, where language itself becomes both a vessel of survival and a site of struggle. In the face of ongoing erasure, the Palestinian translator occupies a liminal space, bridging the immediacy of grief experienced in Arabic with the distanced, often sanitized structures of another language that was never designed to carry such devastation. The text meditates on the ethical weight of translating stories born in the rubble, testimonies shaped between airstrikes, between remembrance and the threat of silence. Each word must pass through a terrain marked by power, euphemism, and indifference, forcing the translator to navigate the fine line between softening grief for legibility and preserving its urgency in a language conditioned to neutralize pain. Anchored in the Palestinian experience, the essay contends that translation is no longer merely a linguistic task, but a political and moral one, charged with refusing disappearance, resisting domestication, and holding space for voices that may not survive beyond the sentence. In translating Palestine, the translator labors not only to carry meaning, but to preserve life, agency, and memory in a world that often demands erasure before it offers attention.

Cet essai se penche sur l’acte de traduction depuis Gaza et l’entend comme une forme de témoignage sur un monde en voie de disparition, où la langue elle-même devient non seulement un radeau de survie, mais aussi un lieu de lutte. Face à l’effacement progressif de ce monde, les traducteur·rices palestinien·nes occupent un espace liminal, servant de pont entre l’immédiateté de la douleur vécue en arabe et les structures distantes, souvent aseptisées, d’une autre langue qui n’a jamais été conçue pour supporter une telle dévastation. Le texte médite sur le poids éthique de la traduction des récits qui naissent sous les décombres, des témoignages qui prennent forme entre deux raids aériens, entre commémoration et menace de silence. Chaque mot doit se frayer un chemin sur un terrain miné par le pouvoir, l’euphémisme et l’indifférence, forçant les traducteur·rices à chercher un juste équilibre entre l’atténuation de la douleur à des fins de lisibilité et la conservation de son urgence dans une langue prédisposée à neutraliser la souffrance. Ancré dans l’expérience palestinienne, cet essai soutient que la traduction cesse d’être une simple tâche linguistique, et qu'elle devient politique et morale, chargée de refuser la disparition, de résister à l’apprivoisement, et de garder un espace pour des voix qui pourraient ne pas survivre au-delà de la phrase. En traduisant la Palestine, les traducteur·rices œuvrent non seulement au passage du sens mais aussi à la préservation de la vie, de l’agentivité et de la mémoire dans un monde qui a tendance à n’accorder son attention qu’une fois satisfaite son exigence d’effacement.

Traduit par Julie Boéri.
Accédez à la TRADUCTION FRANÇAISE du texte complet.

Plan

Texte

Este artículo es una versión ampliada y ligeramente revisada del ensayo que apareció primero en inglés en Adi Magazine en julio de 2025, reimpreso y traducido en Encounters con permiso.

Introducción

Este ensayo se escribió en Gaza, en un espacio donde la vida misma se traduce a diario al lenguaje de la supervivencia. Escribir y traducir en condiciones de asedio es vivir una doble vida: una vivida entre ruinas, escasez y violencia implacable, y otra que transcurre con palabras que intentan cruzar fronteras y dirigirse a un lector invisible. En este contexto, la traducción no surge tanto como una operación mecánica cuanto como una manera de dar testimonio, una ética de la presencia que busca, aun desde la precariedad, llevar las voces extinguidas por los bombardeos a otros espacios de recepción.

Cuando puse por primera vez estas reflexiones por escrito, no anticipé el viaje que emprenderían. Ver ahora cómo se han traducido al chino, neerlandés, francés, alemán, griego, hebreo, italiano, coreano, kurdo, noruego, persa, rumano, ruso, español, urdu y árabe me recuerda que el lenguaje, a diferencia de las personas, no puede ser asediado. Las palabras se niegan a ser encerradas. Se mueven con una libertad inesperada, tejiendo puentes frágiles pero necesarios entre geografías fracturadas. 

Ahora escribo esta nota desde Irlanda, un paisaje muy diferente. Sin embargo, el ensayo sigue anclado en las ruinas de Gaza y en  su memoria inquebrantable. Habla de mi propia experiencia, pero también de una condición colectiva: el traductor como testigo, obligado a navegar entre heridas y palabras, entre lo intraducible y la necesidad imperiosa de traducir.

Este artículo debe leerse, por tanto, no solo como una autobiografía o un reportaje, sino como una investigación sobre la política del lenguaje en tiempos de catástrofe. Se pregunta qué significa transmitir significado a través de las divisiones y si la traducción puede servir, aunque sea de forma provisional, como una forma de resistencia contra el borrado y como una salvaguarda de la presencia humana.

El traductor como testigo de mundos que se desvanecen

Ser traductor en Palestina significa convertirse en intermediario entre un mundo que se desvanece y otro que a menudo se niega a reconocer esa desaparición. Significa trasladar voces a través del abismo del silencio; es pasar el significado de contrabando, más allá de las barricadas de la distorsión lingüística y política; es negarse a la eliminación de la propia historia al asegurarse de que las palabras de esa historia no mueran con su gente. Quien traduce no solo transcribe palabras: archiva su pérdida, documenta su borrado y garantiza que hasta el testimonio más frágil y apenas audible llegue al mundo más allá del asedio.

Sobre todo en la Gaza actual, la traducción no es únicamente un ejercicio intelectual. Es un medio de supervivencia y un arma contra la amnesia. Traducir desde Gaza es registrar el genocidio, pero también los momentos cotidianos de la vida que la guerra desea borrar: el aroma de los azahares antes de un bombardeo, la llamada a la oración flotando sobre una ciudad que quizá no exista al amanecer, la voz de un niño recitando poesía en un aula que acaso pronto será destruida. Estos detalles se resisten a la deshumanización del asedio, negándose a permitir que Gaza exista únicamente como una abstracción del sufrimiento.

En su ensayo “La tarea del traductor”, Walter Benjamin escribió que la verdadera traducción permite que el original sobreviva: la traducción no se limita a transmitir significado sino que va más allá, al garantizar la supervivencia del texto original. Pero ¿qué significa sobrevivir cuando el original ha quedado sepultado bajo los escombros? Cuando el poeta ha sido asesinado; cuando el hogar ha quedado destruido; cuando quien escribe el texto quizá ya no esté vivo para ver cómo sus palabras cruzan el umbral hacia otro idioma. Quien traduce en Palestina sabe que esa pregunta no es teórica. Es urgente, apremiante e implacable. Las historias que traduzco no provienen de archivos. Se rescatan de entre los escombros de los hogares, se escriben en los espacios entre bombardeos y se transportan en el aliento de quienes quizá no vivan para volver a contarlas.

El mundo siempre ha exigido que los palestinos sean traducidos antes de ser escuchados. Nunca ha sido suficiente que una madre grite el nombre de su hijo tras un ataque aéreo; primero su dolor se debe suavizar, mediar y hacer digerible para un mundo que prefiere que sus tragedias se enmarquen en informes humanitarios y en titulares redactados en la voz pasiva. Pero sé lo que sucede cuando las historias se dejan en su forma original y rechazan la adaptación que a veces exige la traducción. Se las ignora. Se las considera demasiado brutales, demasiado urgentes y demasiado incómodas. El mundo siempre elegirá narrativas que le resulten familiares y que preserven su estabilidad frente a aquellas que lo perturben con la fuerza de lo que trastorna y disrumpe. Así, la traducción se torna, no solo una necesidad, sino una batalla ética: se trata de encontrar un lenguaje que se resista tanto a la desaparición como a la domesticación, permitiendo que el dolor se quede ahí, que permanezca sin filtrar, al tiempo que se asegura de cruzar los checkpoints lingüísticos, esos puestos de control que deciden qué sufrimiento hay que reconocer y cuál descartar.

He vivido esta tensión en cada historia que he traducido. Como parte de un proyecto de libro colaborativo para ArabLit, traduje “وارس تنتظر شاطئًا لا يصل” (Gaviotas esperando una orilla que nunca llega), de Mohammed Taysir, una historia sobre un hombre desplazado que observa a una niña pequeña pegada a su madre en el asiento delantero de un camión de ganado, con el pelo adornado con pequeñas flores. En el árabe original, el vestido azul de la niña “casi florecía,” un verbo cargado de delicadeza que denota un momento de extrema belleza destrozado por el sofocante humo diésel del motor del camión. Al traducirlo, dudé. En inglés la frase corría el riesgo de perder su peso. En árabe estaba claro: el vestido, la niña, el futuro. A todo se le había negado la posibilidad de florecer. Pero en inglés, ¿podría confiar en que el lector sintiera todo eso? ¿O lo pasarían por alto, como la gente pasa por alto todas las tragedias que no son las suyas?

¿Cómo se expresa el dolor en una lengua a la que se ha entrenado para neutralizar ese dolor? ¿Cómo trasladar la verdad de un hogar arrasado al vocabulario de un mundo que hace tiempo que ha normalizado su destrucción? Cada idioma tiene sus límites, pero el inglés —especialmente el inglés de los medios de comunicación dominantes, el de las declaraciones diplomáticas y el de las narrativas de “ambas partes”— se ha construido cuidadosamente para despojar el sufrimiento palestino de quienes lo padecen, reduciendo las masacres a “brotes de violencia” y los asedios a “medidas de seguridad.” Traducir a Gaza en este idioma es luchar contra las mismas estructuras que se han diseñado para ocultar su realidad. Este es el exilio de quien traduce en Palestina: existir entre dos mundos, ninguno de los cuales le pertenece por completo.

Y mientras traduzco, sé que el lenguaje es un exilio. Me encuentro atrapada entre el árabe, la lengua del dolor, la intimidad y la inmediatez intraducible, y el inglés, la lengua de la diplomacia, la distancia y la violencia cuidadosamente categorizada. En árabe, el peso de la pérdida es evidente. Una madre no “pierde” a un hijo; antes bien queda desconsolada, devastada, deshecha. Pero en inglés, la pérdida parece pasiva, aséptica, algo que simplemente ocurre. La bomba “apunta,” la casa “es derruida,” el niño “es asesinado”; como si nadie fuera responsable. Traducir es luchar contra estas estructuras: es negarse a aceptar la gramática de la ocupación e intentar devolver los sujetos a oraciones que se diseñaron para borrarlos.

La ética de traducir la guerra

La traducción siempre ha sido un acto de traición. La expresión italiana “traduttore, traditore” (traductor, traidor) sugiere que siempre se pierde algo, que el significado se distorsiona al transferirlo de un idioma a otro. De manera similar, en “La tarea del traductor”, Walter Benjamin describe la traducción como un proceso que necesariamente transforma el original, un proceso en el que el significado no simplemente se transporta sino que se recrea, se reconfigura y se reinterpreta. Pero para quien traduce en Palestina las posibilidades de traición son mucho mayores: la traducción es un campo de batalla relativo al significado, una negociación tensa donde cada palabra se convierte en un dilema ético y cada oración en una confrontación con el poder. La traición inherente a la traducción ya no es aquí una cuestión de estética o de fidelidad sino de supervivencia.

Traducir a Gaza es buscar las palabras adecuadas, pero también los oídos dispuestos a recibirlas. La persona palestina que traduce ocupa un espacio de tensión insoportable entre la cruda urgencia de la verdad sin filtros y los estrechos umbrales de un discurso global dispuesto a encogerse, a acobardarse. No basta con ser precisa; el dolor debe adoptar una forma que pase los controles de un mundo que se ha entrenado para no mirar. Esto no es una cuestión de conversión lingüística. Es un acto de resistencia; un desafío. El objetivo no es limitarse a encontrar las palabras, sino preservar la devastación y no permitir que se desvanezca y se aminore. No permitir que la violencia que destroza un hogar se torne una metáfora o que la muerte de un niño sea un mero dato estadístico. En estas circunstancias la traducción se convierte en una forma de resistencia, en una manera de preservar la memoria y trasladarla a un mundo ansioso por olvidar. La traducción es una manera de insistir en que, incluso si el original es intraducible por el dolor que transmite, aun así es preciso escucharlo.

Pocos han entendido esta pesada carga con tanta profundidad como el difunto Refaat Alareer, poeta, profesor y editor, cuya vida y obra encarnaron la urgencia de rechazar el silencio. Alareer fue una destacada voz literaria gazatí. Además de ser un escritor de una claridad extraordinaria, fue también el portavoz de voces a menudo silenciadas por la niebla de la guerra y por los filtros de los medios de comunicación. En su innovadora antología Gaza Writes Back, no reunió historias para suavizar la imagen de Gaza ni para ofrecer un bonito envoltorio con el fin de conseguir la aquiescencia internacional. Por el contrario, hizo algo mucho más arriesgado: proximidad directa que no pedía disculpas. Los escritores que reunió no se autotraducían para que otros se sintiesen cómodos. Antes bien estaban reclamando un espacio narrativo que se les había negado durante mucho tiempo. Sus historias rechazaban el vocabulario del humanitarismo, con su voz pasiva y su seguridad. No hablaban en abstracto; hablaban con el lenguaje cortante de la inmediatez: hablaban de hogares bombardeados mientras los niños dormían, de amantes separados por puestos de control, de sueños interrumpidos por el fuego de los drones. La visión editorial de Alareer no mitigó con recursos estéticos el dolor de Gaza ni buscó universalizarlo a través de la metáfora. En cambio, subrayaba el derecho a hablar claro, a informar sin distorsión y a rechazar la expectativa de que el dolor palestino se empaquetase en otros contenedores para llegar a comprenderse. Partía de una clara convicción: los escritores palestinos no tienen por qué traducir sus realidades convirtiéndolas en algo más aceptable; simplemente se les tiene que escuchar en sus propios términos. Sus narrativas palestinas no eran datos sin procesar para el argumento político o la compasión humanitaria; eran literatura, urgente e imposible de ignorar.

Lo que convirtió en indispensable la obra de Alareer no fue que hiciera que Gaza resultase más comprensible al mundo; lo que la tornó indispensable fue que hizo imposible que el mundo se evadiera. Sus narrativas no pretendían ser entendidas desde la perspectiva internacional. Exigían que se las comprendiese desde la suya propia. Y fue acaso por esto precisamente por lo que se convirtió en objetivo. Su asesinato no significó únicamente la muerte de un querido escritor y educador: fue un ataque dirigido contra el lenguaje mismo, un intento deliberado de extinguir la voz de un pueblo que se niega a ser silenciado. Pero, a pesar de todo, la obra de Alareer perdura. Cada línea traducida, cada página llevada más allá del bloqueo, es un acto de rechazo contra el olvido, pero también contra los términos en los que durante mucho tiempo se ha obligado a hablar a Palestina.

Los retos de la traducción van más allá de Gaza y Palestina. Se expanden hacia las luchas más amplias de los colonizados y exiliados, donde el lenguaje siempre ha sido un territorio de conflicto. En su libro Reflexiones sobre el exilio, el intelectual palestino Edward Said escribió que el exilio no es meramente una condición de desplazamiento, sino una “conciencia contrapuntística”: un estado del ser en el que nos movemos entre múltiples mundos, manteniendo la tensión entre el anhelo por una patria perdida y la necesidad de articular esa pérdida en idiomas que no son los propios. Quien traduce en Palestina ocupa ese mismo espacio de ruptura, a horcajadas sobre el abismo.

Sin embargo, la traducción no es solo pérdida; es también un acto reivindicativo, una negativa a permitir que sea el ocupante quien dicte el lenguaje. Traducir, especialmente del árabe al inglés, es una cuestión inherentemente política porque rompe las jerarquías lingüísticas que dictan qué voces escuchar y cuáles silenciar. Al traducir la poesía de Mahmoud Darwish se saca a la luz el sufrimiento palestino en el ámbito de la literatura global, pero también se desafían las estructuras que intentan confinar la identidad palestina a los márgenes. “¿Adónde iremos después de la última frontera?,” pregunta en “La tierra nos presiona.” Es una pregunta que persigue a todo pueblo desplazado y a todo exiliado cuya existencia definen unas fronteras que no eligieron. Al trasladar estas palabras a través de los diferentes lenguajes, quien traduce hace posible que la pregunta permanezca sin respuesta y siga reverberando, exigiendo una respuesta a un mundo que prefiere ignorarla.

Pero en este intento hay una especie de lucha implícita. El acto mismo de traducir narrativas palestinas al inglés (la lengua de los antiguos colonizadores y de los medios de comunicación que hablan de la ocupación israelí como “conflicto”, así como la lengua que durante mucho tiempo ha sido una herramienta del imperio) plantea preguntas incómodas. ¿Puede la lengua del opresor contener plenamente la verdad del oprimido? ¿Disminuye el inglés la profundidad del dolor palestino, le quita su urgencia o lo torna demasiado abstracto? En Descolonizar la mente, el académico Ngũgĩ wa Thiong'o afirma que el lenguaje no es neutral y que, por lo tanto, escribir en la lengua del colonizador es luchar dentro de una estructura diseñada para distorsionar y suprimir. Por lo tanto, quien traduce en Palestina debe librar una batalla constante: subvertir, remodelar y pasar de contrabando el significado a través de las grietas de una lengua imperialista que nunca tuvo la intención de transmitir ese significado.

El dilema del traductor: ¿quién escucha?

La pregunta más dolorosa que me hago no es si debería traducir, sino si hay alguien escuchando. Pienso en La cueva del sol, de Elias Khoury, donde el narrador le habla a un hombre que yace en coma y le cuenta la historia de Palestina, como si las palabras pudieran devolverle la vida. Así se siente la traducción: igual que si le hablásemos al vacío, igual que si le narrásemos la pérdida a un mundo que permanece impasible. Como traductora palestina, siempre tengo en mente cómo se recibirán mis palabras, intentando conseguir un equilibrio entre decir la verdad y asegurar que se escuche la verdad.

Quienes traducimos en Palestina lo hacemos porque debemos hacerlo, porque el silencio es la última fase del borrado. Pero la traducción no es un acto neutral, antes bien está cargada de tensión por la violencia del poder. Quien traduce en Palestina lidia con desafíos lingüísticos, aunque sobre todo lucha contra las estructuras que determinan si sus palabras se escucharán, se distorsionarán o se ignorarán. He visto cómo los titulares en inglés reducen el bombardeo de un campo de refugiados a “un ataque aéreo que mata a civiles”, una frase que elimina el sujeto y la responsabilidad. Y sé que cuando me siento a traducir un testimonio o una historia del árabe al inglés no traduzco a un espacio en blanco sino a un discurso ya moldeado por el eufemismo y la evitación. El dilema ético es real: para mantenerme fiel al árabe original, a menudo debo enfrentarme a las normas del inglés ‘neutro,’ que prefiere la pasividad a la claridad y el victimismo a la resistencia. Si traduzco la voz tal como es —enfadada, acusatoria, precisa—, corro el riesgo de que se descarte mi traducción por considerarse demasiado política o sesgada. Pero si modero esa voz, corro el riesgo de reproducir las estructuras mismas que nos silencian. Camino sobre la cuerda floja entre el borrado y la acusación, tratando de preservar la verdad en una lengua que no siempre está preparada para recibirla.

Por lo tanto, existo en lo que W.E.B. Du Bois describió como un estado de “doble conciencia”: percatándome de cómo nos ven los ojos del mundo y percatándome a la vez internamente de que el mundo se niega a reconocer lo que sucede. Traducir en Palestina implica habitar dos reinos pero no ser plenamente aceptado en ninguno, porque están demasiado imbuidos de la inmediatez de la guerra como para adoptar la neutralidad que se espera de ellos, y sin embargo demasiado distanciados por las exigencias de la traducción como para vivir plenamente inmersos en la crudeza de ese sufrimiento. Al traducir a Gaza se debe traducir el propio dolor, al tiempo que se lleva a cabo la tarea imposible de hacerlo inteligible para quienes nunca lo comprenderán del todo.

La pregunta persiste: ¿quién escucha? ¿Acaso estas palabras, llevadas a través de fronteras lingüísticas y culturales, aterrizan en algún lugar más allá de los espacios de quienes ya conocen y se lamentan? ¿O se las consume como espectáculo, como tragedia, como una entrada más en el archivo del sufrimiento palestino que el mundo observa con lástima, pero sin acción alguna? Quien traduce en Palestina se aferra a la creencia de que mientras las palabras permanezcan, mientras los nombres se pronuncien y los poemas se reciten, no se habrá borrado a Gaza. Sin embargo, el miedo también persiste: ¿está el mundo dispuesto a escuchar o solo estamos hablando dentro de una cámara donde retumba el eco del dolor?

Durante la guerra en Gaza, traduje voces que de otro modo se hubieran perdido; palabras que, de haber permanecido solo en árabe, quizá nunca habrían llegado más allá de los escombros de los que surgieron. En la misma colección donde el vestido de una niña casi floreció antes de ser sofocado por el humo, otra niña sueña con que la laven junto con la ropa de su familia. “لارغبةَ لي بالحلمِ الآن، ولا رغبةَ لي بالمدينة” (No deseo soñar más), de Fatima Hassouna, es diferente: oscila entre el surrealismo y la realidad, entre la familiaridad de lo cotidiano y el pavor existencial. Su protagonista, atrapada entre el sueño y la vigilia, se pregunta si a ella también la pueden meter en la lavadora que su madre carga con ropa. Desea que la limpien de la guerra, que la escurran como una camisa empapada. La inocencia infantil de creer que una lavadora podría limpiarle las manchas de la guerra se encuentra con la aplastante verdad de que ninguna máquina, de que tampoco las manos de ninguna madre, puede deshacer lo que se ha hecho. Traduciendo esta historia, luché con las últimas líneas: “El mundo, tiempo atrás tan pequeño en mis manos, se me ha escurrido entre los dedos. Y en algún sueño —no sé cuál— perdí la vida que una vez conocí.” No era suficiente encontrar las palabras adecuadas. Tenía que transmitir el peso de lo que la oración se negaba a decir. Me pregunté: ¿podría el inglés transmitir la pura fisicalidad del árabe, el modo en que exige corporeidad? ¿Permanecería intacto el peso de esa metáfora o se disolvería en algo demasiado abstracto, demasiado distante?

Cuando escribí este relato por primera vez en inglés, Fatima Hassouna todavía estaba viva. Sus palabras resonaban, su voz se alzaba desde el interior de nuestra ciudad quemada, dando testimonio y negándose a que se la borrase. Pero ahora, mientras traduzco mi artículo al árabe, que acompañará esta versión en inglés para Encounters, lo hago con la angustia de saber que Fatima ha sido asesinada por la ocupación israelí. Esta traducción ya no es un mero acto de trasvase lingüístico: se ha convertido en el espejo de una tragedia recurrente, la aniquilación de la persona de la que solo quedan sus palabras, unas palabras que se tornan en el medio para desafiar que se la borre. Esto es lo que significa vivir una vida palestina en Gaza, una vida no solo acechada por la amenaza de perder nuestra lengua, sino también por la pérdida implacable de nuestras propias vidas. Hoy escribo sobre Fatima. Mañana quizás estas palabras sean todo lo que quede de mí, si también a mí me asesinan como a ella. Y quizás un día alguien se aflija por mí como yo ahora me aflijo por ella, en silencio, desde mi interior, con un corazón demasiado lleno para hablar1.

Estas historias documentan la guerra y a su vez hacen preguntas que no tienen respuesta y que duelen en los huesos de cada palestino desplazado. El protagonista errante de Taysir, por ejemplo, pregunta: “¿Fue Gaza alguna vez tan hermosa? ¿O es que los desplazados siempre idealizan lo que han perdido?”. Al hacer estas preguntas capta la cruel paradoja del exilio: perder un lugar es verlo con una claridad que nunca fue posible mientras se habitaba. Del mismo modo, la soñadora de Hassouna —que despierta solo para encontrarse en otro desplazamiento— encarna el ciclo interminable de huida y regreso, del anhelo de un hogar que siempre está fuera de su alcance. Al traducir estas historias estaba trasladando el texto del árabe al inglés, pero además estaba luchando contra las barreras estructurales que dictan lo que es un sufrimiento palestino 'aceptable.' Una traducción demasiado visceral, demasiado humanizadora, demasiado directa, corre el riesgo de que se la descarte por considerarse retórica política, mientras que una traducción demasiado domesticada se arriesga a contribuir al mismo borrado que intenta evitar. Esta es la paradoja imposible de quienes traducen en Palestina: traducir fielmente es arriesgarse a la invisibilidad, pero traducir estratégicamente es arriesgarse a la distorsión.

Y así, regreso al principio. No donde comenzó este ensayo, sino allí donde comienza cada acto de traducción en Palestina: con el insoportable convencimiento de que quizá el mundo nunca escuche de verdad; y con la insoportable negativa a permitir que ese silencio tenga la última palabra. Traducir desde Gaza es caminar por un puente construido con una sintaxis rota y con unas vidas destrozadas, llevando historias que son demasiado pesadas de soportar y demasiado sagradas para dejarlas caer. Es hablarle a un viento que rara vez responde, es susurrar nombres que solo le hacen eco a quien se atrevió a pronunciarlos. Y, aun así, hablo. Traduzco. No porque crea que el mundo cambiará, sino porque no traducir sería rendirme, sería declarar que la niña cuyo vestido casi floreció nunca existió, que la madre que abrazaba a su hija en el asiento delantero de un camión de ganado nunca fue real, que el desesperado deseo de Fatima Hassouna de que le lavasen la guerra nunca fue pronunciado. No puedo permitir que eso suceda. No puedo permitir que sus palabras se disuelvan entre los escombros.

Como escribió Dostoievski: “En miles de agonías, existo.” También yo existo en esas agonías, como testigo y como una nave que las transporta. Como una voz. Y si las historias que transmito no siempre son bienvenidas, si se las recibe con indiferencia o rechazo, aun así seguiré transmitiéndolas. Porque simplemente contarlas es una forma de resistencia. Porque nombrar a los muertos es resistirse a su desaparición. Porque escribir una frase sobre Gaza en inglés es desafiar las arquitecturas de la indiferencia global. Y porque, como una de las heroínas oprimidas de Shakespeare, sé que “preciso es que mi lengua exprese la ira que llena mi corazón, o que este, ocultándola, se rompa”.

No sé si alguna vez el mundo escuchará de verdad. No sé si estas palabras aterrizarán en algún lugar más allá del eco de quienes ya sienten aflicción. Pero sí sé esto: si las historias de Gaza esperan que se las traslade a través del abismo, entonces las trasladaré. Si las gaviotas siguen esperando en una orilla, entonces seguiré escribiéndolas para que existan.

Notes

1 Nota del editor: Alaa añadió este párrafo el 30 de julio de 2025 a su traducción al árabe del artículo. Posteriormente se incluyó en la versión inglesa y en todas las demás traducciones que acompañan este texto. Retour au texte

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Référence électronique

Alaa Alqaisi, « La doble vida de una traductora palestina: un puente entre las heridas y las palabras », Encounters in translation [En ligne], 4 | 2025, mis en ligne le 19 novembre 2025, consulté le 08 décembre 2025. URL : https://publications-prairial.fr/encounters-in-translation/index.php?id=1471

Auteur·e

Alaa Alqaisi

Traductora y escritora palestina
Trinity College Dublin, Irlanda

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África Vidal

Universidad de Salamanca, España

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